martes, 14 de enero de 2014

La tercera opción

Unos pámpanos fluorescentes situados en los laterales alumbraban por dentro la pérgola.

La sala era redonda; estaba delimitada por una densa maraña arbórea, compuesta de un centenar de ramas negras abrazándose entre sí. Los nudos de madera de las paredes daban auspicio a toda una selva de flores rojas como la sangre en ebullición, creando una traza bellísima; pues bien se versa en la poesía que no existe rosa sin espinas, y en la enramada de Espinazarza ese refrán adquiría un sentido pleno y rápidamente palpable.

El salón estaba dividido en aros, dispuestos de forma concéntrica. Cada uno de los redondeles daba alojamiento a una línea de cortesanos, todos colocados en torno a una mesa tallada en ébano. En el círculo más interno había tres figuras, fácilmente reconocibles para cualquier súbdito de la hueste de las Espinas: el Capitán de la guardia, el Consejero más estimado del Barón y su leal servidor, el Caballero de las Espinas.

El resto de sylvari, menos prestigiosos, observaban desde atrás la escena y solo intervenían puntualmente; más a menudo dialogaban entre ellos, cruzando miradas cómplices y risas soterradas en las que se entreveía un claro atisbo de malicia.

Eran, en su mayoría, nobles menores puestos al servicio del Barón, que gozaban de su amistad y de su protección. Su presencia en las reuniones oficiales venía exigida por el protocolo, pero su peso en la toma de decisiones se tornaba, a lo sumo, en algo anecdótico. Si bien la mayoría de ellos no tenía interés en participar en esa índole de reuniones; solo se limitaban a chismorrear y a asentir como borregos, en un burdo intento de ganarse el favor del Barón y de su concilio.

Como impasibles ante el espectáculo que estaban ofreciendo, el Consejero, el Capitán y el Caballero de las Espinas debatían acaloradamente en el núcleo del cenáculo. Una lámpara de pulpa carmesí suspendida en el techo de la estancia teñía de una luz ominosa sus facciones.

—Drustán, os advertí en su momento y vuelvo a hacerlo: si dividís nuestras tropas y os lleváis una guarnición a vuestro nuevo campamento, nos dejaréis expuestos y a merced de la Baronesa de las Lágrimas —Cathan, el Capitán, apuntó con un dedo índice acusatorio al Caballero—. El último diplomático que mandamos a su campamento regresó a casa con la cabeza bajo el brazo, atado a la silla de un sabueso de la Pesadilla rabioso; es muy posible que la Baronesa cuente con aliados aquí, en el corazón de las Espinas, y que aproveche la ocasión para atacarnos.

El Capitán estaba furioso. Trataba de camuflarlo con palabras elocuentes, pero su tono áspero lo delataba. Su mirada chispeaba con ira, ira volcada en el Caballero de las Espinas. Iba todo embutido en una coraza de hojas laminadas que se crispaban y latían al son de su enfado.

—Para la Baronesa de las Lágrimas el Barón es más útil vivo que muerto —dijo el Consejero, un sylvari enjuto, de rostro acartonado y habla lenta—. ¿Qué ganaría devastando sus dominios? Si es verdad que lo que persigue es, como suponemos, una alianza que anexione sus territorios con los de nuestro señor, lo último que deseará es provocar su cólera. Antes bien, tratará de congraciarse con él, como ha aventurado nuestro buen Caballero.

Ewan, el Consejero, desplegó la mano con suavidad hacia el Caballero. Él era el más imponente de todos, y el más aterrador. Estaba envuelto en una loriga de hojas entretejidas que formaban un frondoso abrigo, tan espeso como el follaje pero mucho más ligero. Sus colores eran el verde nemoroso y el escarlata de los pétalos de la rosa.

De arriba a abajo, el verde inundaba su armadura como el forraje de un bosque anciano; la presencia del rojo, en cambio, era más sutil y solo se manifestaba en los detalles: jaspeaba las puntas de las hojas, dotándolas de un aspecto feroz. Cualquiera podría imaginarse que aquel matiz fugitivo que salpicaba su vestuario no era producto de la naturaleza, sino el recuerdo vivo de las criaturas que habían sufrido el infortunio de interponerse en su camino.

El Caballero de las Espinas llevaba el semblante cubierto por un yelmo de hojas entrelazadas, pero no hacía falta que mostrase su gesto para que su mirada inspirase pavor. Sus ojos negros, inyectados en pozos de ámbar, relucían con la astucia de un cuervo. Eran brillantes, firmes y determinados; infundían temor y admiración a partes iguales.

Drustán posó su mano encima de la mesa. En la madera se había labrado una representación del Bosque de Caledon: de un lado estaba la Guarida de Espinazarza, su residencia y el demesne de su señor; por otra parte, en el área oriental de la jungla se ubicaba el Valle Afligido, asiento del poder de la Baronesa de las Lágrimas y su único obstáculo en el trayecto hacia el Pantano Wychmire. Unas estilosas piezas de ajedrez representaban los ejércitos.

—Ambos habéis esgrimido razones válidas y largamente sopesadas —anunció. Los miró a los dos—. Lady Cliodne no pretende agraviar al Barón, pero intentará ponerlo en jaque; si desviamos nuestras fuerzas moviéndonos al norte, las tierras de Espinazarza serán vulnerables. El Barón no puede permitirse una ruptura ahora, en la víspera de su ascenso hacia la cumbre, ni podemos lidiar al mismo tiempo en dos frentes. Debemos desarticular a la corte de la Baronesa de las Lágrimas y acabar con su hegemonía antes de que sea tarde...

—¿Estás sugiriéndonos un ataque frontal, Drustán? —lo interpeló Catham. Elevó las cejas y sonrió. Aquello le gustaba—. Podría funcionar. Son débiles y están arrinconados; su única oportunidad consiste en esperar a que nos marchemos, y si es cierto que nos tienen vigilados, entonces contendrán el aliento, y las espadas, hasta el momento preciso…

—Eso no funcionará —Ewan, el Consejero, enderezó la espalda. Fijó la vista en el Capitán, ceñudo—. Declararle la guerra a la Baronesa Cliodne debilitará nuestra posición en la Pérgola del Crepúsculo: ahora que el Barón posee la Cornucopia y que está haciéndose notar —gracias, en parte, a la inestimable perseverancia de nuestro Caballero—, no le conviene causar fricciones dentro de la Corte. Hacer eso sería como tentar a Ventari: si el Barón se granjea enemigos tan pronto, es probable que los nobles oportunistas se alíen con ellos para derrocar a nuestro señor antes de que les suponga una amenaza, y reclamar para sí la carroña de lo que haya sobrado...

—Entonces ¿qué nos propones, oh gran sabio?

Catham hizo una cuchufleta y resopló irónicamente en dirección al Consejero. Este ni se inmutó; arrugó la boca con desdén y lanzó un suspiro. Acto seguido, bajó la mirada. Estaba pensando.

—Quizá si el Barón hiciera acto de presencia podríamos firmar una tregua con la Baronesa —rumió. A esto, el Capitán Catham bufó airado—. Podemos darle algún tributo a fin de que no perturbe nuestros intereses en…

—¿Y ceder ante esa putilla? ¡NUNCA! —Escupió a la tierra—. ¡Antes me arrebataré la vida con mi espada! ¡Y tú irás antes que yo, cobarde chupatintas!

El Capitán ciñó su mano a la empuñadura de su acero y le dedicó una mirada desafiante al Consejero. Esta vez, el paciente Ewan sí que se tensó, porque llevó su mano al lugar donde había dejado reposando su cayado.

Alrededor se levantó un confuso bullicio: un torrente de susurros descontrolado. El público se estaba emocionando; sabían que dentro de poco el suelo se mancharía de savia.

Un fuerte estruendo acalló las voces de unos y de otros y asustó a los rivales. El Caballero de las Espinas había aporreado la escultura de la mesa con el puño; unos hilillos dorados resbalaban de la palma enguantada de su mano. Al fin y al cabo, puede que fuera cierto lo que decían los rumores: que su coraza, por dentro, se mantenía unida a causa de un millar de púas afiladas que hasta con el más mínimo movimiento herían a su portador.

El salón se sumió en un silencio estrepitoso. Todos observaban a Drustán.

—Ninguna de esas opciones es admisible —dijo, con un tono asombrosamente calmado—. Un enfrentamiento en armas nos debilitaría, tanto en lo militar como en lo político, como bien ha aducido nuestro noble Consejero: la Baronesa está enclavada en un punto estratégico, en la hendidura de un cañón, y cualquier ejército que tratase de penetrar en sus defensas se vería forzado a luchar en un espacio estrecho, en un cuello de botella.

El Capitán tensó los puños y rebufó como una mula. Estaba hartándose de aquel Caballero advenedizo.

—… Aparte, y aunque consiguiéramos el triunfo, ¿qué haríamos después? Las repercusiones en la Corte serían notables y no se harían postergar: nos enviarán espías y emisarios para estar al tanto de cada uno de nuestros pasos. Despertaremos más atención de la debida y recelos; recelos que se transformarán en voces en defensa de la Baronesa y de su causa: hipócritas y pusilánimes juntos que se nos pegarán a los talones como sanguijuelas, buscando drenarnos la savia…

El Caballero suspiró profundamente. Nadie osó interrumpirlo; nadie, salvo una persona.

—… ¡La idea del tributo es una locura, Drustán! —Lo increpó un incontinente Catham. Su aguante había alcanzado su límite—. ¡No pienso obedecer una orden tan necia…!

Drustán torció el cuello hacia él. Achinó los ojos y le clavó la vista. Apretó los dedos.

—Si me desobedecéis a mí, desobedecéis al Barón —replicó. Su voz era fría, calmada. Rebosaba autoridad y peligro—. Fui nombrado para ocupar su puesto en su ausencia. Todos leísteis su declaración, escrita por su puño y letra, y visteis en ella impresa su rúbrica.

La cámara enmudeció. No se oía a nadie toser: los nobles contenían la respiración. Pocos le dirigían la mirada; los más, se miraban entre ellos, o daban con algún hallazgo particularmente curioso a la altura de sus botas.

—… Nunca cometería esa insensatez, Capitán —prosiguió—. Lady Cliodne traicionó al Barón, perdiendo en el proceso su afecto, su favor y su gracia…

Hizo una pausa. La mirada se le recrudeció y su voz se volvió más lúgubre.

—Agasajarla sería perpetrar una ofensa contra el orgullo de nuestro señor, y sería una sonora invitación para que continuara abusando de nuestra generosidad en el futuro —Drustán negó. Exhaló de nuevo. El Consejero no lo contradijo—. “No debe el sabueso de espinas postrarse ante el zorro”, dice una de nuestras historias; de igual modo, aquellos que son superiores en destreza y en honra no deberían inclinarse jamás ante los que son más pobres e indignos.

El Consejero Ewan humilló la cabeza, prudente; el Capitán, a regañadientes, siguió su ejemplo. Las murmuraciones volvieron a esparcirse, tímidamente, por los círculos exteriores de la cámara.

—No. No nos someteremos a los caprichos de la Baronesa de las Lágrimas —concluyó—. Pero tampoco podemos encararnos con ella. Lo que necesitamos es una tercera opción…

Las vides sarmentosas de la puerta crujieron y se desdoblaron de manera desagradable. Abrieron una oquedad por la que se coló un tenue haz de luz lunar que deslumbró a los presentes.

Una sylvari entró, aguijada por la patada de uno de los lacayos del Barón; un guardia, a juzgar por su indumentaria. La tenían presa, aferrada de cuello y manos con un látigo espinado. Su cara vestía los indicios de una paliza: su hermosa piel de ónice estaba desfigurada a la altura de la boca, donde un envés le había hinchado los labios; su nariz, quebrada, no afeaba tanto su expresión como sus ojos: uno de ellos, el derecho, estaba hundido a razón de un brutal gancho. Su actitud era sumisa y derrotada: la habían torturado hasta devastar su espíritu.

Arrodillaron a la prisionera frente al Caballero de las Espinas, quien no tardó en examinarla desde los pies hasta la cabeza. Si estaba pensando algo o si sintió algo al ver su apariencia contrahecha, nada en él lo puso de manifiesto. Inquirió con la vista a su carcelero.

—Mi señor, encontramos a esta furcia intentando entrar a los aposentos del Barón —se explicó—. Tras registrarla a… conciencia, descubrimos un escudo en sus ropas. Es del Valle Afligido: una infiltrada de la Baronesa de las Lágrimas.

Se armó un trajín dentro: los nobles cuchicheaban entre sí. El centinela ejecutó una escueta reverencia y le alargó a Drustán la insignia que había encontrado durante la inspección. No pudo evitar relamerse los labios al rememorar la situación; muy seguramente, aquella pobre infeliz tampoco olvidaría el encuentro.

La enseña era una de factura exquisita labrada en turquesa, piedra preciosa probablemente traída de las regiones desérticas al oeste de las Selvas Maguuma. Estaba cortada de tal modo que se asemejaba a una especie de gota cayendo: una lágrima. No cabía lugar a dudas: aquel era el símbolo del Valle Afligido.

El Caballero de las Espinas cerró su palma y atrapó en ella el emblema. Lo presionó tanto que lo hizo desaparecer, enterrándola en la broza de su manopla. Luego, extendió un brazo.

—La reunión ha terminado. Dejadnos a solas.

Una corriente de murmullos estuvo a punto de nacer, pero la riada de voces se extinguió antes de convertirse siquiera en arroyuelo. Poco a poco, cautamente, los asistentes fueron abandonando la sala.

Así lo hizo Ewan, el Consejero, que le lanzó una última mirada de duda al Caballero de las Espinas; aquello no había acabado en absoluto, y se encargaría de que Drustán no lo olvidase. El Capitán Catham fue menos educado y más violento en sus modales: se largó con un ademán, espetando maldiciones entre los dientes que no pasaron inadvertidas al oído del Caballero.

El vigilante vaciló; su látigo todavía estaba prendido del cuello de la farsante.

—Con todo el respeto, mi señor, pero la cautiva es peligrosa…

Drustán ladeó la testa y fijó su mirada de ámbar en él. Entornó los ojos.

—Decidme, guardián: ¿quién os resulta más temible, esta pimpollo, o yo?

La respuesta no se demoró: la serpiente de madera se desenroscó del gaznate de la cortesana, dejándola en libertad.

En cuanto el guardia atravesó el umbral, las puertas de zarzas se cerraron tras él y sellaron herméticamente la cámara. Ni un rayo de luz podía escurrirse por entre las cepas; no se oía ni siquiera el graznido de los cuervos.

La espía estaba encerrada con el Caballero de las Espinas, completamente bajo su poder. Nadie escucharía jamás las palabras que intercambiaron; nadie presenciaría jamás lo que ocurrió entre aquellas paredes forradas de parras. Drustán, Caballero de las Espinas y fiel siervo el Barón, estaba a solas con aquel fruto tierno recién caído del Árbol Pálido.

La cortesana seguía agachada, con las rodillas hincadas en la tierra. Su rostro había perdido cualquier brillo de esperanza ante la idea de escapar de su prisión. Ahora solo le quedaba el desengaño; y el desengaño le decía que no saldría con vida de aquella habitación.

El Caballero tan solo la observaba, impasible. Sostenía entre sus dedos la joya que la identificaba como súbdita de la Baronesa de las Lágrimas; la frotaba como si fuera un amuleto de la suerte.

—Ya os he dicho todo lo que sabía… No tengo nada más que daros. Y sé que me querréis muerta.

Drustán se acuclilló; enfrentó su rostro con el de ella. Su mirada amarilla refulgía inquieta.

—¿De verdad no tenéis nada más que brindarme?

La sylvari rio. Aquella risa fluía cálida, atropellada; era el cinismo el que corría tras esas carcajadas. Lo había dado todo; lo único que le restaba era tornarse en un objeto de depravación.

—Podéis hacer con mi cuerpo lo que queráis. Ya no siento dolor, ni pena, ni furia, ni asco. Todo eso lo superé hace unas horas —Se permitió una sonrisa altiva—. Sería una ilusa si creyera que después de lo que he hecho podría eludir vuestro castigo.

El Caballero de las Espinas alzó las cejas. El pasmo se apoderó de sus ojos.

—Así que adelante. Podéis tomarme. Mi mente ya nada lejos de aquí; zozobra en la infinitud de la Pesadilla —confesó—. No tengo más cartas con las que jugar, y sé que solo me quedan dos alternativas: que me matéis ahora, o que disfrutéis de mí hasta que os canséis y finalmente me ejecutéis.

Drustán se puso en pie. Y rio. Fue una risotada extraña: seca, aunque al tiempo intensa. Estaba entusiasmado.

Su timbre se oyó grave pero cargado de júbilo a pesar del filtro tupido del yelmo:

—Mi querida amiga, siempre existe una tercera opción…

viernes, 13 de diciembre de 2013

Romance del asesino de dragones


Brava bestia del averno,
terror para ti es la lanza
de obsidiana y rabia ciega
de aquel de argéntea coraza.

Alma impura yace tras
esa loriga de plata
mas a él nos consagramos
si aquí amenazan tus llamas.

"Violencia y destrucción,
mensajero de la Parca.
Para nada más existo.
Soy agonía, soy matanza".

Eso grita el asesino
antes de mostrar batalla
al reptil alado y bruno
que al pueblo norn avasalla.

Lánzase el negro dragón
contra el de la alabarda.
Pavés en alto, resiste,
y finta cuando le alcanza.

Incrústale en el cuello
su arma de hoja tiznada.
Ruge la fiera, colérica,
y sangre bullente mana.

A tierra cae el vil lagarto.
Vocea sin esperanza.
Atraviesa el asesino
la testa de la alimaña.

No tiene gloria de héroe,
y tampoco la reclama:
no ha matado por justicia,
es por sed de sangre insana.


-Niklas Kvarforth.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Balada de Sigurd Vargsson

Dejad que os cuente la historia
de aquel que venció al Dragón:
un héroe que hizo victoria
perdiendo su corazón.
Bien cuenta la narración
que al nacer ya fue testigo
de un acto de redención.
Y así nació el hijo pródigo.

Toda esa pena mortuoria
lo sumió en gran desazón,
en nadie vio exculpatoria
al crimen y a la traición.
“Por ti no habrá compasión”,
dijo su padre, su amigo.
“Limpia tu reputación”.
Y así creció el hijo pródigo.

“Madre, te juro la gloria,
que así lograré el perdón”.
Así honró su memoria.
Así perdió la razón.
De su fuerza hubo noción
entre los Hijos, prosigo;
fue acogido en adopción.
Y así vivió el hijo pródigo.

No aguantó su corazón
la crueldad que lo hostigó,
que así renunció al Dragón.
Y así murió el hijo pródigo.

—Vanargand Lobogrís.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Quinto informe: Testimonio

Día 83 de la estación del Céfiro del año 1326.

Empieza a hacer más calor en el Bosque de Caledon, pero eso apenas me importa. Las últimas semanas he estado muy atareada paseando por las afueras del Pantano de Wychmire; he buscado testigos en el fuerte de la Guardia del León cercano y en Falias Thorpe, pero lo único que encuentro son rumores sin sentido y viajeros aterrorizados.

Entre los Guardas ya hay quienes se burlan de mí por mi perseverancia. Piensan que estoy desatendiendo mis obligaciones, que persigo a una quimera cuando debería estar trabajando para defender la Arboleda. Entonces, ¿las muertes de nuestros amigos y camaradas fueron también una quimera? ¿«La Siega del Cosechador de Sueños» ha sido una fantasía, un espejismo que nunca ocurrió?

Parece que así se arreglan las cosas por aquí: ¡reemplacemos a los que han caído, olvidémoslos y procuremos cerrar los ojos y los oídos a la verdad! ¡Ya llegará otra generación de sylvari que los sustituirá!

¡El Fantasma de Wychmire existe! ¡Es un peligro público y no puedo dejar que siga deambulando a su libre albedrío por la floresta! No puedo olvidarlo. No puedo perdonarlo. No puedo… fingir que todo es irreal, no puedo desentenderme de lo que suceda, no puedo rehacer mi vida. Ahora no. Aún no. Y tal vez nunca lo consiga.

Sorprendentemente, anoche me topé con una persona que reunió el coraje necesario para dirigirme la palabra. Un estúpido investigador asura que venía de las Selvas Brisbanas: Blabb.

Blabb pertenece a la escuela de estática de Rata Sum. Estaba estudiando las propiedades de los légamos cenagosos para su aplicación práctica a la hora de elaborar una pasta adhesiva. Su intención era descubrir un nuevo pegamento orgánico más barato, efectivo y rápido que sirva como argamasa o para soldar las extremidades mutiladas de los soldados del Pacto.

En mi opinión, no es más que un científico de pacotilla con el cerebro reblandecido.

Lo llevé a mi despacho en la Arboleda y estuve interrogándolo durante dos horas. Transcribo aquí nuestra conversación en lo tocante a su experiencia con el Fantasma de Wychmire. El resto de su cháchara… se ha extraviado en el fondo de un estanque. Espero que a los peces no les dé una indigestión.

Nota al pie: Por mi bien, debo ser más directa la próxima vez que interrogue a un asura.

«Caileen: Dígame su nombre y su profesión, por favor.

Blabb: ¡Bueno, yo, eh…! ¡Pues claro, soy el genial Blabb, del colegio de estática de Rata Sum! ¡Seguro que has oído hablar de mí! ¡Blabb! ¡Blabb! ¡No se olvida ese nombre! ¡El inventor del Fleu Ver, la masilla verde botabrincástica más chachipiruli de toda la Provincia de Métrica…!

Me rasco una ceja con el dedo y profiero un suspiro largo y estruendoso (sí, debía hacer constar esto en acta).

Caileen: Contésteme, señor Blabb, y sepa que todo lo que diga será transcrito de forma literal en mis archivos.

Blabb: ¡Oh! ¡Así que tienes una de esas máquinas telegráficas arcanotécnicas que transcriben inmediatamente un discurso en base a un patrón de reconocimiento de voz! ¿Me dejarías echarle un vistazo por dentro? ¡Estoy seguro de que puedo hacerle una recalibración para que te funcione a las mil maravillas!

Blabb intenta buscar el ingenio por todo el lugar. Al no encontrarlo, gruñe con fastidio. 

Mientras tanto, yo sigo tomando notas en un pergamino. En mi mesa solo hay varios archivos, un tintero, la pluma y el folio.

Caileen: Por favor, céntrese. ¿Recuerda haber visto al Fantasma de Wychmire?

Blabb sufre un escalofrío y le castañetean los dientes. Traga saliva y asiente, temeroso.

Blabb: Cre… creo que sí… Sí, sí. Definitivamente, sí. Lo he visto, con mis propios ojos. Y tengo miedo, señora guarda. ¿Cree… cree que…?

Me incorporo un poco sobre la mesa a fin de tranquilizarlo. Lo estudio con serenidad.

Blabb: ¿Cree que… quería robarme la patente? ¡Es… es… monstruoso! ¡Terrorífico…!

Me veo en la obligación de curvar una ceja de nuevo. Vuelvo a reclinarme en el asiento y rezongo.

Caileen: Señor Blabb, dudo que al Fantasma de Wychmire le interesen esas minucia… esas minuciosas, perdón, investigaciones suyas. Por favor, prosiga y cuénteme lo que vio.

Blabb traga saliva de nuevo y se ajusta el cuello de su camisa. Asiente, más relajado.

Blabb: Mi grupo fantastiguay de investigadores y yo estábamos moviendo el pompis por el Pantano de Wychmire en busca de algún espécimen de légamo pequeñito que pudiéramos desintegrar, reintegrar, licuar y hacer pasar por toda clase de operaciones químicas complicadísimas que requieren de un grado de doctor en la especialidad de…

Empiezo a impacientarme y golpeo el suelo con un pie, rítmicamente. Blabb se da cuenta.

Blabb: Perdone, eso a usted no la incumbe. Y tampoco podría entenderlo, no se ofenda. Así que le ahorraré los detalles, ¿okey? ¡Pasaremos a la parte más divertida del asunto!

Caileen: ¿Divertida? Dos de los miembros de su equipo han muerto, señor Blabb.

Blabb agita una mano con despreocupación, niega y esboza una sonrisa de condescendencia. 

Blabb: En esto que decidimos acampar; utilizamos el cronostereostato medidor de corrientes dinamocrónicas de Thugg a fin de localizar el lugar idóneo donde asentar nuestro campamento, que además es muy salado porque tiene incorporadas algunas melodías en estéreo y… bueno, esa es una cosa que se debe agregar siempre a un aparato que pretenda…

Caileen: ¡POR FAVOR, vaya al GRANO!

He roto esta pluma sin darme cuenta. Blabb se ha asustado. Acabo de coger otra; continúo.

Blabb: En otras palabras: la música sonaba demasiado alta y nos oyó una patrulla de cortesanos de la Pesadilla. Esos idiotas sin una sola pizca de buen juicio musical se lanzaron sobre nosotros como un raptor al que le acabas de extirpar las plumas de la cola. ¡Y entonces llega el PUM, PAM, PIM, zasca, cham, pú! Como en las historias ilustradas para críos del asura murciélago, pues así.

Me doy una palmada en la frente de la exasperación y resoplo con angustia.

Caileen: ¿En ese punto fue cuando los capturaron, señor Blabb?

Blabb se acaricia el labio superior, como si estuviera sopesando algo. Frunce el entrecejo.

Blabb: Eh… sí. Sí, creo que fue ahí.

Caileen: Bien. ¿Y qué pasó?

Blabb: Tramamos un plan de fuga A. Y un segundo y contingente plan de fuga B. El C y el D no tardaron mucho en llegar, y cuando nos dimos cuenta habíamos colapsado todo el abecedario a golpe de estrategias de escape y de amotinamiento…

Caileen: ¿Cuándo apareció el Fantasma de Wychmire?

Blabb: Por la noche, cuando estábamos a punto de ejecutar el plan D: el plan A, que consistía en suplicar piedad, había fracasado; el plan B, morderles las espinillas a los cortesanos, llevó a la muerte a uno de mis compañeros; el plan C, simular sufrir un ataque de histeria, mató a otro. Por tanto, estábamos a punto de dar el do de pecho con nuestra mejor estratagema, ¡y lo habríamos logrado, sin duda, de no ser por ese Fantasma bribonoclusivo!

Caileen: … ¿Y en qué consistía su plan D?

Blabb: … Disfrazarnos de conejos y huir. Más o menos. Era más elaborado.

Parpadeo. No sé por qué, no me aturde lo más mínimo su respuesta. No me extraña que expulsaran a esta panda de Rata Sum.

Blabb: Pero como decía, ¡aquí llega lo más divertido de todo! No lo vimos llegar, pero de pronto oímos que uno de los cortesanos caía al suelo con un sonido sordo. Me di la vuelta, naturalmente, por curiosidad y… ¡tenía el cuello dislocado! ¡Estaba muerto! El resto desenvainaron sus armas y se pusieron como basiliscos a dar vueltas; gritaron órdenes, pero no sirvió de nada, porque al poco otro cayó fulminado: tenía un agujero negro en el estómago. ¡INCREÍBLE! ¡Fue lo más EMOCIONANTE de mi vida…! ¡Quiero replicar esa tecnología! ¡Quiero acompañarla, señorita Caileen, para buscar al Fantasma y hablar con él sobre su inventiva, para nada normal en una raza tan poco dotada para los menesteres intelectual…!

Me he cansado. He dado un puñetazo en la mesa y Blabb ha retrocedido un metro del estrépito. Dejo la hoja en la mesa y voy a por él. Lo agarro de la solapa de la camisa (esto lo he escrito después).

Caileen: ¡Mira, rata piojosa, me dan lo mismo tus aires de gran investigador! ¡Me da completamente igual lo mucho que te fascinen sus armas! ¡Solo quiero encontrarlo! ¡Así que dime lo que quiero saber o te mando de una patada estratosférica, o como diantres la llaméis vosotros, a la punta de una de esas pirámides orbitales vuestras en Rata Sum!

Blabb se queda en silencio un largo tiempo. Luego asiente y contesta en tono solemne.

Blabb: El Fantasma acabó con las fuerzas de la Corte. No salió de la penumbra en ningún momento, pero a la luz de una antorcha alcancé a vislumbrar algo su silueta: llevaba una máscara hecha con el cráneo de una criatura con astas, un carnero o un ciervo quizá. Mató a todos nuestros agresores y a nosotros… nos dejó en paz. Estábamos cagados de miedo, podría habernos ejecutado con ese cañón fotovoltaico suyo sin pestañear, pero… no lo hizo. Se quedó en la oscuridad unos segundos, contemplándonos, y luego desapareció como la brisa. Nos perdonó la vida y nos salvó. Debo darle las gracias, por mí y por mis chicos, fue…

No puedo contenerme más y le lanzo un puñetazo a Blabb a la cara. El asura cae al suelo. Me pongo en pie, airada, y estrujo una de las hojas de mis documentos con la mano.

Caileen: ¡El Fantasma de Wychmire es un ASESINO! ¡Si no acabó con vosotros no debes sentirte privilegiado: es porque no le interesáis! ¡No es un salvador ni un héroe! ¡ES UN MONSTRUO!

Blabb: Je. No puedes verlo, ¿verdad? Estás demasiado cegada con tu misión. Bien, no seré yo quien te saque de tu error. Solo te diré una cosa: he hablado con más personas, personas que te temen más a ti que a él. Hay más viajeros que han sido rescatados por una sombra misteriosa en la jungla, cuando les atacaban las bestias o la Corte de la Pesadilla. El Fantasma de Wychmire, sea quien sea, no es el ser despiadado y cruel que te imaginas; quizá tampoco sea un santo, pero desde luego no es el demonio.

Estoy temblando de la rabia. Tengo que calmarme. Tengo que calmarme…

Caileen: ¿Estás dispuesto a ignorar todo lo que ha hecho? ¿Indultarías sus fechorías?

Blabb: ¿No se te ha ocurrido pensar que podrías estar equivocada? ¿Que tal vez haya una razón, o una explicación, detrás de todo esto?

Caileen: ¡NO hay razón alguna que justifique el asesinato de Guardas inocentes!

Blabb se incorpora. Su gesto ya no es amistoso. Parece enfadado y muy solemne.

Blaab: Señorita Caileen, las personas no siempre son blancas o negras. Existe el gris. Al ser una protectora del Bosque de Caledon, me imaginé que usted tendría claro este concepto. Ya veo que no. Puede que lo que cuenten sobre usted sea cierto.

Caileen: ¿Sobre mí…?

Blaab asiente. Se ha alejado y está saliendo por la puerta de la habitación. Se vuelve y me mira.

Blaab: Que está perdiendo los estribos.

Caileen: Márchese de aquí. ¡Usted y todos los de su inmunda caterva de cientificuchos! ¡Fuera de mi despacho ahora mismo y que no os vuelva a ver por la Arboleda u os meteré en el Jardín de Sombranoche por connivencia con un enemigo declarado de los sylvari...!»

domingo, 10 de noviembre de 2013

El Festival de la Cosecha

En un lugar del Bosque de Caledon de cuyo nombre no puedo acordarme, desfilaba Alberón por una luenga senda, con muy altivo porte.

Desfilaba Alberón, decía, y no lo hacía sin su corte: su séquito se componía por un pajarraco moa que solo dar picotazos sabía, que tan nervioso era que hasta el plumaje se le pelaba con una velocidad hasta la fecha inusitada, y que llevaba en su rostro las marcas de ojeras, tan largas como carreras, que a viva voz proclamaban no ser una huella pasajera; y al lado de tan egregio palafrén iba, no así con altanería pero sí con terca porfía, Asphodelia, la valiente que a su maestro a todos lados acompañaba, verde y de nuca de un azul añil intensamente florada, con un pesado escudo —como la tradición demandaba— y con sendas pistolas gemelas que en su cintura descansaban.

Marchaban todos juntos, tan extraordinaria comparsa, con gran parsimonia y aún más pesada andanza. Las selvas atravesaban y no se perdían entre la maleza, pues aunque de cuando en cuando las pisadas de Alberón lo embarraban, su orientación —hay que admitir— no estaba exenta así de grandeza.

Y a esto que llega Alberón al Mercado de Mabon, donde los lugareños se referían a él como era debido a su dignidad: ni lo miraban, ni lo saludaban, ni nada. Pasó desapercibido entre la muchedumbre, como un percebe así pasa inadvertido por su mansedumbre; caminó con buen tino hasta uno de los jardineros que la tierra con su azada trasegaba y ante él alzó la mano, señal inconfundible de que lo llamaba.

El labrador, cándido como él solo, dejó el útil en el suelo y se esmeró en recibirlo con enormes agasajos, que consistían en inclinar la cabeza y sonreír con desparpajo. Perplejo, pero aun así complacido, Alberón, Asphodelia y el moa se aproximaron a él y así le habló con atino:

—¡Salud, labriego, que estas hermosas tierras faenas! No es mi voluntad distraerte de tus labores, maguer agradecería tus atenciones si a bien tuvieras satisfacer mi curiosidad, ça una cita célebre nos lleva a este lar y un temor muy profundo por dentro nos acongoja…

El jardinero, algo embotado, se rascó la nuca, pues la mitad de su mensaje no lo había pillado. Asphodelia, muy resignada, con una catadura paciente que su inmenso corazón mostraba, lo sonrió con condescendencia y más dulce y comprensiblemente le adujo:

—Buen señor, lo que te pide aquí mi mentor es si podrías responder a un par de preguntas, que en estos tiempos oscuros la duda no es poca —Hizo una pausa para meditar lo que iba a añadir a continuación—, y si Alberón no se equivoca, un famoso festival está a punto de suceder.

El jardinero dio signos de entendimiento y sonrió. Cabeceó al son del viento, de arriba abajo, y los mandó a destajo a la parcela donde laboraba su superior.

El moa tembló, agotado, y sus patas de rocín muy flaco al tiempo que su cuerpo se agitaron. Más juncos que extremidades parecían; y aún más, su símil con un flan no era nada descabellado. Alberón, que al dolor ajeno no estaba insensibilizado, lo obligó a sentarse con un gesto impasible y así le arrulló al oído, con una voz que recordaba —de las aves— a su trino.

—Dormid bien, Mohinante, que larga ha sido vuestra andadura. Podéis yacer aquí y dar cuenta de unas verduras, que con esfuerzo las cultivan y no creo que una o dos echen de menos.

Le guiñó el ojo con complicidad y Mohinante, el moa del mohín eternamente fruncido (de ahí su nombre tan desabrido), asintió y una hortaliza del suelo se puso arrancar.

Dichoso por haber dejado en buenas manos a su cabalgadura, partió Alberón con holgura y con los pies casi despegándosele del suelo, privado; detrás, a la zaga, iba Asphodelia, un tanto frustrada por la vergüenza que pasaría al dar excusas al jardinero después de que el pajarraco, Mohinante, le hubiera arruinado su campo entero.

Y así se encaminaron a la parcela del superior: otro labrador que, con el aspecto de haber vivido más veranos, con mucho tiento y con carácter ufano, las plantas regaba y con muy tiernos murmullos las susurraba.

—¡Saludos, señor! De vuestro pupilo he oído que de estos prados estáis encargados; sabed que de muy lejos hemos llegado, que arduos lances hemos vivido, y que con tesón, por fin, ante de vos nos encontramos. No hemos venido sino por la primicia del festival de la recolecta, pues de buena mano hemos escuchado que esas esporas negras que hasta el cielo escurecen, en nubarrones venenosos y malvados, pueden daros problemas y perjudicar a las cosechas aun antes de haber siquiera de la tierra brotado...

El jardinero lo cató con la mirada y al poco tiempo dio un aullido. Asphodelia lanzó un resoplido mientras se restregaba la mano por la cara, con gran cansancio. Ya se supuso que otra vez de intérprete tendría que hacer, que tal tarea era su pena: hacer de enlace entre la retórica de Alberón, vieja y acartonada como el queso mejor curado de toda Kryta, y asegurarse de que así las gentes normales lo comprendían.

No cupo en su pasmo cuando el jardinero, alentado, comenzó a hablar en el mismo dialecto afectado en que su querido modelo e inspiración, Alberón, se había expresado:

—¡Amigo! ¡Pocos traen con ellos palabras tan dulces! ¡Tiempo ha que no converso con nadie de esta guisa! ¡Solo por eso, porque me habéis devuelto la alegría y la fe en las lenguas perdidas que en el Sueño escuché, solo por eso os contestaré y os daré veraces noticias…!

Alberón se enderezó, muy señorial, gozoso de oír a alguien dialogar en aquel dialecto desusado que hasta de las librerías del Priorato había sido descatalogado y que en ningún otro lar se podía hallar.

Dio muestras de entusiasmo, cabeceando con brío, echó la mano a la empuñadura de su acero, que del cinturón pendía, y así, erguido, con su armadura toda entera y con un ornado escudo que estaba hecho de metal —y no de madera—, por un momento volvió a sentirse como en sus días de Valiente Blanco; aunque ya esa reputación no le correspondía, pues había mudado la pureza y la claridad del día por el luto de la medianoche, su piel completamente alba aún un vestigio de ese pasado vestía. Así que le prestó atención con gran regocijo...

—Dice el filósofo Saucesabio, de quien su nombre nadie sabe salvo, si acaso, la Madre que lo concibió, que en haciendo del pasado su ciencia una tradición encontró entre los nativos de Maguuma: adoradores como ellos eran de la diosa humana Melandru, a Natura reverenciaban y a ella honores y tributo rendían en las distintas estaciones; así celebraban, ya pasado el estío y antes de que los abandonaran los calores, la transición de la llama al hielo y el recibimiento de los frutos de la Tierra, manjares para ellos y para su señora loores.

«Os citaba a Saucesabio, y no en vano, pues en uno de sus textos predijo, y textualmente os lo recito, la existencia de una copa como ninguna otra: “la Cornucopia”, la llamaban. Por cáliz sagrado la tenían los Druidas, y en muy terca porfía sabemos que un héroe anónimo hace poco la recuperó. De él poco se conoce, pero su hazaña este año al festival de la cosecha le renta; es muy providente, pues de la Cornucopia Saucesabio afirma que multiplicaba la comida y la bebida que en su fondo se derramaba, y que así copiosamente la devolvía al verterlo. ¡Así reza el mito, no os miento, que ya os dejaré ese libro para que vos mismo lo leáis…!»

«Un festival de la cosecha se estima para pronto; para dentro de unos días, exactamente. En él, esa magnífica copa estará presente y todos contemplaremos si son ciertas esas propiedades que por Saucesabio le han sido atribuidas. De ser así, ¡grado a los Druidas! Y grado a su legado, ça si la suerte nos sonríe y la Madre lo desea, no faltará el sustento y podrá compartirse con otros que viven en lugares fríos; y brindaremos y haremos libaciones, como en tiempos pretéritos, y de la Cornucopia beberá todo aquel que haya servido al festival este año…»

«Pero debéis bien ser advertido de un miedo que entre los de nuestra profesión es creciente: como así se expande y vuela el diente de león floreciente, esporas de esas perversas plantas que la Alianza Tóxica cría bien podrían enturbiarnos el día; y no solo eso, pues la Cornucopia un símbolo es de fertilidad, de prosperidad y de la gloria sylvari. Tememos que la Corte, o alguien que trama con fines malos, prepare una celada para destruir las esperanzas que en esta fiesta se han depositado…»

«Muy bien nuestras preocupaciones habéis anticipado y os habéis solidarizado con nuestra angustia. No entiendo qué os lleva a hacer este acto de caridad, pero bien cierto es que nos faltan manos para proteger los semilleros de la Aldea de Astoria, y esa sí es otra historia; ça nuestras filas están mermadas a causa de una extraña enfermedad del sueño y de otras eventualidades que son largas de enumerar. Así que, si de verdad vuestra ayuda nos queréis prestar, os daría las gracias una y mil veces por salvar el festival...»
 
Alberón lo sopesó y movió los morros de un modo que insinuaba una honda interrogación; sin embargo, acabó por concordar. Asphodelia todavía no daba crédito a lo que pasaba; carraspeó, se aclaró la garganta, y con una voz más tímida y comedida al jardinero cuestionó:

—Perdona, señor —lo llamó. Sintió cómo el rubor por sus mejillas escalaba—. Pero ya que hemos prometido que os asistiríamos… —vaciló. Hablar en rima era mucho más difícil, y menos natural, para ella que para Alberón; ella nunca lo había hecho hasta entonces—. ¿Podrías decirnos a cambio si acudirán al festival unas personas que buscamos…? Sus nombres son Nicnevin y Samheinn; este último es jardinero. ¿Sabes algo de él?

El jardinero negó y eso les pesó tanto a Alberón como Asphodelia; no tanto a Mohinante, el moa de plumaje ralo, que con suma avidez de la cosecha de un pobre labriego se estaba beneficiando. Así, Alberón y Asphodelia se despidieron del jardinero y prestos se pusieron en marcha con rumbo a la Aldea de Astoria.

Exidos ya del Mercado de Mabon y con Mohinante a rastras, pues el pobre pájaro apenas en pie se sostenía, a Alberón por dentro la incertidumbre aún le cocía, y Asphodelia no podía estar más perturbada. Fastidiada, soltó un bufido.

—No nos han dicho nada que no supiéramos…

Se revolvió Asphodelia, que iba a pie, y miró a Alberón con tormento en el semblante.

—A veces la ausencia de noticias es la mejor noticia, Asphodelia —replicó elocuentemente Alberón, también a pata y sin subirse a Mohinante (que el pobre ya iba lastrado a razón de las exiguas alforjas con que se le había hecho cargar)—. Confía en mi heraldo, pues mañana al corriente le pondré y le diré que haga correr la voz sobre estos acontecimientos. Ventari mediante, a un buen número de valientes reuniremos y con ellos nos cercioraremos de que el festival de la cosecha como el río de las montañas sigue su curso en paz y armonía hasta alcanzar la desembocadura do siempre el extenso mar perdura…

No obstante, y aunque su discurso era elegante y asimismo convincente, el gesto de Alberón ni de lejos lucía una seguridad tan fuerte.

—… ¿Te ocurre algo, Alberón?

—¿Recuerdas esa enfermedad del sueño de la que habló el jardinero…?

Asphodelia asintió torvamente y ya no abrió más la boca. No hacían falta palabras. El valiente Alberón y su protegida Asphodelia habían dado justo con lo que estaban persiguiendo: una pista, un rastro, por débil que fuera, sobre los quehaceres más recientes del Fantasma…

lunes, 21 de octubre de 2013

Elegía del Gran Funeral

Hoy nos despedimos de un ser querido
y consagramos a las llamas su alma,
dejándonos el corazón herido.

A los nueve despojados de calma;
ardieron en ascuas de odio y miseria
de un incendio cruel. A ellos va esta salma.

Se propaga cual ascua la tragedia
al que esgrimió sin piedad su martillo;
ahora en la pira su final remedia.

Y aún se ven más leyendas en el brillo,
incandescente y humeante del fuego,
¡guiadlos, espíritus, por un buen trillo!

Elevemos a los cuatro este ruego:
“Oíd, Osa y Pantera, Lobo y Cuervo,
a mis amados difuntos entrego.

A cambio, estas ofrendas os sirvo.
Dádselas al muerto allá si le valgan,
pues yo en mi interior a todos preservo”.

Y que su saga y sus hazañas se oigan
como truenos desgarrando la Niebla.
¡Sea este el regalo que los vivos mandan!

—Vanargand Lobogrís.

lunes, 14 de octubre de 2013

El Gran Funeral

Sif estaba bebiendo en el Gran Albergue. Desde que derrotó a Fafnir, la monstruosa sierpe de hielo, aquella visita se había convertido en un hito habitual de su rutina diaria. Se sentaba en una de las mesas más esquinadas del enorme salón, a veces en compañía y otras sola, y bebía durante minutos —en ocasiones horas—, mientras oía al resto de norn que poblaban el Gran Albergue intercambiar historias sobre sus leyendas.

No hacía mucho ella también había participado en una leyenda, meditaba rizándose un mechón de sus cabellos dorados; no hacía mucho había reunido a un grupo de valientes para rescatar del Olvido su legado: Tyrfing, el mandoble quebrado cuyas mitades sirvieron para constituir dos martillos hermanos.

Pero aquello no era bastante y la inquietud la consumía. Mientras ella ingería abundantes cantidades de alcohol, su claridad —tanto mental como visual— se volvía más borrosa y sus dudas se acentuaban: ¿había hecho suficiente para honrar la memoria de su padre? ¿Qué sería de su saga ahora que había fallecido? ¿Recordaría alguien sus hazañas? Ya no le importaba tanto si lo conocían como un héroe o como un borracho petulante, pero ¿habría alguien que invocase su nombre cuando ella no estuviera...?

No se dio cuenta de que había alguien más con ella en la mesa hasta que fue tarde. La otra mujer, vestida en tonos nacarados, echó atrás una silla de madera con el desparpajo que normalmente la caracterizaba y tomó asiento frente a ella.

Los ojos amarillentos de dos lobos blancos como la nieve examinaban a Sif a sus espaldas, con curiosidad antes que con hostilidad; aquella era una señal significativa. Sumada a la melena roja e indomable, abrazada por una tiara, y a los ojos de un color verde fresco y nemoroso, Sif no vaciló un instante a la hora de identificarla; ni siquiera le hacía falta distinguir sus facciones, pues sabía perfectamente quién era.

—Saludos, Sif —dijo ella para romper el hielo. Hizo el ademán de levantar un recipiente, pero la mano que debería haberlo sostenido estaba vacía—. No esperábamos encontrarnos contigo aquí.

Sif movió la testa y las cortinas de su cabellera rubia ondularon como los hilillos de agua de una cascada. Trató de despejarse con el gesto y de sonreír, pero estaba convencida de que su ligera embriaguez a aquellas alturas ya se habría vuelto palpable en sus mejillas a modo de rubor.

 —Yo tampoco. Oí que estabais lejos, en el Paso de Lornar, investigando una extraña corona enana —Compuso una sonrisa sesgada y dio un resoplido por la nariz—. A ti y a Lobogrís os encanta lanzaros a desenterrar viejas leyendas.

Skadi puso los ojo en blanco y profirió un suspiro aún más pronunciado que el de Sif. Se recostó en el asiento y, muy a su pesar, sonrió con picardía.

—Puedes jurar que a Vanargand le gusta más que a mí —señaló. Pese a ello, aquella fiera sonrisa de labios finos todavía no había desaparecido de su mueca—. Una tormenta de nieve nos sorprendió y quedamos atrapados en una cueva. Lo que vino después es largo de contar, pero estoy segura de que ya has oído algunas habladurías.

Skadi se puso a frotar el lomo de uno de los lobos que la acompañaban. A uno ya lo había visto antes: era el gigantón Skoll, más dócil de lo que daba a entender por su aspecto; o al menos antes, ya que ahora guardaba con celo al otro lobo, al que Skadi le estaba acariciando con cariño inefable por la cerviz. No tardó en comprender que aquel lobo, más pequeño, no era sino una hembra. Y que Skoll estaba protegiéndola.

—¿Has venido sola? —interrogó Sif, alzando un poco una ceja.

—¿Por qué preguntas?

—Las parejas de lobos no suelen separarse mucho la una de la otra.

Skadi enarcó una ceja con suspicacia y captó el brillo de los ojos de Sif; notó que su mirada estaba puesta en Skoll y entonces sonrió con ironía. Chascó la lengua y rio.

—No te las des de lista conmigo. Has visto a Skoll.
 
—… Bueno, sí. También.

Sif se unió a las carcajadas de Skadi. La situación no era nada del otro mundo, pero era la primera vez en varios días en la que se reía así. Y aquello la desahogó. La destensó bastante. Amplió las comisuras de su boca en una media sonrisa satisfecha.

Como traído por la corriente de hilaridad, apareció Vanargand, el escaldo. Él estaba como siempre: alto, con una sonrisa algo engreída gobernando sus rasgos, el pelo castaño atado en trenzas y su indumentaria de blancos grisáceos. El manto de Lobogrís tembló sobre sus hombros cuando descorrió un asiento y se sentó a la mesa. Sus cejas se elevaron; la izquierda estaba partida en dos por una cicatriz. Las dirigió una mirada intensa.

—Salud, Sif —Inclinó un poco la cabeza en clave de salutación.

—Lobogrís —Ella le correspondió de igual manera—. Le decía a Skadi que no podías andar muy lejos.

—Tiene la mala costumbre de seguirme a todas partes —intervino Skadi. Lo sonrió con sorna.

Vanargand soltó un bufido airado, frunció el ceño en una guisa teatral y mostró los dientes.

—Yo diría que es más bien al contrario, querida.

—De no ser por mí, tendrías unas cuantas cicatrices más de las que ya tienes.

—A menudo lidiar contigo es más problemático que enfrentarse a un jotun.

A Sif le hacían gracia sus amagos de peleas maritales. Sospechaba, en lo más fondo de su alma, que aquellas luchas continuas y dramatizadas culminaban con una retahíla de insultos, gritos y aullidos… bajo un montón de pieles en el lecho. Pero no cometería la insensatez de revelarles sus pensamientos: Vanargand y Skadi eran impredecibles, tanto el uno como el otro; tal vez riesen con ella o puede que la gruñeran con irritación.

Abogó por la opción intermedia: salir por la tangente. Así, con fortuna, se prevendría de ser el blanco de su ira.

—¿Qué hacéis por aquí? Os esperaría en el Albergue del Lobo, pero no en este lugar.

Vanargand y Skadi dejaron de enseñarse los colmillos el uno al otro y se voltearon hacia ella. Quien tomó la palabra fue el primero, que carraspeó para contestar:

—Estábamos buscando a una mujer —repuso, con voz más grave y serena. Fijó sus ojos de azul celeste en Sif—. Sabemos que ha oficiado algunos ritos fúnebres y no la encontramos en el Albergue del Cuervo.

—Nos avisaron de que tal vez podría estar aquí, en el Gran Albergue —añadió Skadi.

Las expresiones de Vanargand y Skadi no revelaban nada más: eran frías e impasibles como la piedra. Por ello, Sif decidió ir directa al grano.

—¿Quién se ha muerto?

 Skadi desvió la vista. A Lobogrís se le apagaron los ojos y arrugó su hocico prieto.

—Vaya, Lobogrís, creí que nunca te atragantarías con las palabras.

El escaldo ignoró su comentario y comenzó a hablar con un timbre ronco:

—Cuando estábamos en el Paso de Lornar, hubo víctimas inocentes —confesó. Iba hablando lentamente, sopesando su discurso—. No pudimos salvarlas: se inició un incendio en el Paraje de Vanjir y cuando llegamos a la heredad ya era demasiado tarde.

Skadi apoyó una mano, bajo la mesa, sobre el muslo de su amado. Sif lo percibió por la forma en que se dobló su antebrazo al oír el resoplido pesado y profundo de Lobogrís.

—Vanargand prometió que haría una ceremonia en su honor —explicó Skadi con una voz más firme—. Es importante rememorar a los que ya no están. Nuestros aciertos, nuestros errores y nuestra historia se van con ellos; por eso, debemos darles una despedida adecuada.

A Sif aquellas palabras la habían calado hondo. Habían resonado en una parte muy oculta de ella. Se esforzó, en un primer momento, por disimularlo con una fantasmal sonrisa; aunque su rostro no tardó en dar paso a mueca sentida, circunspecta y dolida. Sabía muy bien a qué se refería Skadi: ella misma estaba librando esa batalla en su interior.

—Comprendo…

—… ¿Y tú, Sif? ¿Qué es lo que hacías aquí?

Sif no se esperaba en absoluto aquella pregunta. Había pensado que Vanargand se pondría a charlar sobre algún tema trivial y que podría solazarse un rato con sus chanzas, o con las pullas que muy puntualmente intercambiaba con Skadi. Se quedó boquiabierta y tuvo que apurar el último trago de su jarra para camuflar su perplejidad.

—A mi padre le gustaba contar historias aquí —“¡Mierda!”, se castigó para sus adentros—. Cuando yo era más joven, él se reunía en esta mesa con sus compañeros de caza. Recuerdo que mi padre era quien contaba los mejores relatos de todos, era quien más trofeos ganaba y, sí, también era quien meaba más lejos.

Las dotes urinarias de Heimdall eran por todos bien conocidas. A Vanargand aquello le arrancó una muy necesitada sonrisa; Skadi cabeceó en negación, aunque también sonrió.

Sif no entendía muy bien por qué, pero la verdad había aflorado de su estómago, dejándola expuesta, vulnerable y desnuda a la intemperie del Gran Albergue. Aquel fuego que la atenazaba por dentro, aquella presión que la martillaba con más fuerza que el propio Veraldur, había brotado al exterior como el chorro de vapor de un géiser.

Tal vez fueran las miradas penetrantes y calladas de Vanargand y Skadi; quizá la superstición fuera cierta y los ojos de los lobos sí fueran orbes de videncia privilegiada, capaces de ver más allá de las marañas de los engaños.

Vanargand se llevó una mano al mentón y se lo rascó. Skadi entornó sus ojos verdes.

—… Nunca celebramos el entierro de tu padre. Nunca cantamos sobre su gloria y sus hazañas a ojos de los espíritus y de los norn —apuntó Lobogrís. Cambió de posición y se volcó hacia adelante; su escrutinio sobre Sif se hizo más agudo—. Sif, he hablado con Madre Cuervo: está dispuesta a ayudarnos con el funeral. Me ha dicho que necesitaba a un acólito del Lobo para asistirla en la ceremonia, y aunque yo no soy un chamán…

La frase quedó suspendida en el aire. Sus pulmones se vaciaron de oxígeno. Los ojos de Skadi se clavaron en él como dos flechas vigilantes y duras, pero afectuosas. Tosió y se corrigió:

—… Aunque yo no estoy listo para ser un chamán aún, ella afirma que estoy preparado para llevar a cabo esta liturgia. Y me gustaría que tú te sumases a nosotros —Sif se quedó con el gesto descompuesto y los párpados abiertos como ventanas—. Sif, veneremos juntos la memoria de tu padre: unamos su pira a la de los difuntos del Paraje de Vanjir y a las de nuestros parientes fallecidos en el ataque de la Llama y la Escarcha.

Los ojos de Sif rodaron con melancolía hasta las vidrieras empañadas del Gran Albergue. Allí se amontonaban circuitos de venas heladas que amenazaban con romper el cristal.

—Ya es algo tarde para eso, Lobogrís…

—Nunca es tarde —objetó Skadi. Una chispa ambarina se había encendido en su mirada; el bosque de sus ojos estaba empezando a arder—. Sif, cuando Heimdall desapareció, nosotros te acompañamos. Éramos pocos y también era tarde, pero a pesar de todo lo hicimos. Porque… porque era lo correcto, maldita sea. ¡Y esto también es lo correcto!

Skadi le dedicó una mirada a Vanargand; él sonrió, orgulloso. Se le había pegado su forma de hablar. Había esgrimido sus mismas razones. El escaldo, Lobogrís, había plantado en ella su huella: una huella indeleble que ahora formaba parte de sí misma. Una huella de la que no quería desprenderse jamás.

—Mi tío Hrolf era un chamán del Lobo. Cuando mi abuelo murió, me dijo: “en la Niebla el tiempo es relativo, sobrino. Los espíritus del pasado y del presente brindan y festejan juntos. No importa cuánto tiempo haya pasado en este mundo, que sus salones solo conocen un jolgorio eterno. Y nunca es tarde para rendirle tributo a un ser querido”.

Sif apretó las manos hasta que los calambres se propagaron por sus extremidades. Su rostro estaba pálido, pero su mirada destallaba con una furia más fogosa que el color del oro fundido. La humedad se había acumulado en esos ojos, dotándolos de un resplandor metálico.

Asintió, sintiendo que el nudo de su garganta paralizaba sus cuerdas vocales. Tragó saliva, lanzó una exhalación fragorosa por las fosas de la nariz y respondió en voz alta:

—Acepto.